Antonio Costa Reyes.
Profesor Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Universidad de Córdoba.
1.El futuro, para muchos, era esa imagen que las películas de ciencia ficción nos han hecho creer: un mundo tecnificado, con naves para desplazarse, con viajes interestelares o con casas totalmente autónomas, con robots e inteligencias artificiales (IA) que organizarían nuestro cotidiano con eficacia y pulcritud, evitando a los humanos las tareas más penosas y monótonas y, por tanto, en los que los trabajos vinculados a esa tecnología serían altamente cualificados…
Sin embargo, poco de ese mundo feliz ocurre en nuestro presente. Pero lo que sí se mantiene es esa fascinación por las tecnologías y la IA y esa visión inocente de que esas herramientas electrónicas son algo neutro y eficiente, que nos ofrecen las mejores opciones en función de criterios racionales, alejados de la arbitrariedad, el abuso o la discriminación que demasiadas veces guía a los hombres cuando ejercen poder.
Se entiende así que nos resulte cool todo lo que se predica de la economía y el trabajo digital que, no por casualidad, vienen acompañados de su lenguaje «embriagador» (flexibilidad, dinamismo, nuevas habilidades, conocimiento e innovación, participación colaborativa, etc.), con el que, en gran medida, pretende transmitirse la idea de que estamos ante un tipo de trabajo “nuevo”, cualitativamente diferente a lo que conocíamos hasta el momento presente: por eso ya no hay empresas capitalistas, sino startups, plataformas, economía colaborativa; y los trabajadores han dado paso a freelancers, riders, crowdworkers o partners… pero (muy) de vez en cuando nos asalta alguna noticia que nos muestra la precariedad que esconde el mundo de las plataformas digitales y nos recuerda que “de pronto es ayer” (ROMAGNOLI).
Pese a esa escasa aparición en noticias, no es una excepción, tal y como vienen evidenciando desde hace tiempo, entre otros, los diversos informes de la OIT sobre el tema, particularmente, en relación a las plataformas digitales (“Digital labour platforms and the future of work”, 2018, o The role of digital labour platforms in transforming the world of work, 2021). En efecto, más allá de las posibles oportunidades de este modelo, en ellos se describen las pésimas condiciones laborales existentes en ese modelo de negocio (jornadas abusivas, trabajo monótono, bajos salarios, falta de privacidad, etc.), fruto en gran medida del desequilibrio de poder (material, transnacional, de información y control) entre los sujetos implicados.
2.¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? No es pues ninguna novedad que los diversos cambios que conlleva el proceso de digitalización de la economía y su incidencia en el mundo del trabajo están implicando importantes problemas para la tutela de la persona trabajadora, algunos de los cuales no son sino la amplificación de otros que veníamos arrastrando, como son los derivados de los procesos de descentralización productiva y de ‘huida del Derecho del Trabajo’, cuya huella de precariedad era sumamente conocida: multiplicación del trabajo atípico (autónomos, temporales, tiempo parcial,…), evanescencia del empresario-contraparte y proliferación de los fenómenos interpositivos, ausencia de derechos colectivos, malas condiciones laborales, etc.
En consecuencia, los riesgos que implica la transformación digital, exige atender a su incidencia en las personas, pues de lo contrario, seguiremos asistiendo a los abusos que han generado el fenómeno de plataformas digitales, las cuales han aprovechado el contexto de desregulación para llevar al extremo sus ventajas tecnológicas y crear posiciones dominantes en el funcionamiento del mercado, que determinan un aumento de las posiciones de debilidad contractual tanto de los consumidores como de los trabajadores y las empresas auxiliares (SMORTO).
En el ámbito del trabajo, la atomización de las actividades productivas bajo la apariencia de microtareas-encargos (gigs), unida a la prestación remota de los servicios online, está posibilitando una deslocalización ad libitum de los mercados laborales. Ciertamente, la capacidad tecnológica de estas plataformas les permite, de un lado, dividir el trabajo que antes realizaba una sola persona en una multitud de pequeñas tareas -monótonas, repetitivas y sin sentido (en el extremo inferior)- que luego se asignan a una infinidad de personas trabajadoras “invisibles” -y que en muchos casos son empleadas por empresas interpuestas y en países con menor o nula tutela laboral-. Y en esta lógica, aprovechando precisamente la crisis de empleo, este modelo favorece un aumento de la competencia intra e intertrabajadores a escala global (LYON CAEN), con la consiguiente presión sobre su retribución y demás condiciones laborales, pues la gig economy se caracteriza por combinar una muy escasa (micro)retribución a destajo con una insuficiencia de encargos en comparación a las personas trabajadoras disponibles (no por casualidad en su mayoría son calificables como working poor).
Y junto a ello, de otro, esas mismas herramientas electrónicas posibilitan también para organizar a esa multitud de personas y empresas auxiliares manteniendo un control considerable de estandarización de los procesos de negocio. Todo lo cual otorga a las plataformas digitales aún más poder en la fijación de los términos y condiciones en las que se presta el servicio, también como decimos, respecto a las empresas auxiliares (pues éstas, de querer diferenciarse, corren el riesgo de desaparecer en un mercado en el que ya no existen para el consumidor final).
Si a esta precariedad unimos la inexistencia de un espacio de trabajo compartido (particularmente en los servicios online), se favorece el desconocimiento del conjunto de personas empleadas y se refuerza la consiguiente sensación de aislamiento y, en definitiva, se desincentiva la idea de colectivo y se acentúa el desapego sindical de los “nuevos” trabajadores. Y precisamente, al ocultar la realidad laboral en la que se basan, es fácil excluir a esas personas “invisibles” de los beneficios generados por su trabajo.
Y ante todo esto ¿hay alguna respuesta a esta nueva fase de la modernidad líquida de la que hablara Zygmunt Bauman? Conviene dejar precisado de antemano (CES, 03/2018, 97-98), que esta situación no se trata de una consecuencia inevitable y propia del futuro del trabajo (como en muchas otras cuestiones se nos pretende presentar desde el determinismo tecnológico), pues entenderlo así supone subestimar las propias necesidades personales y sociales. Y también conveniente recordar el valor del Derecho del trabajo como instrumento equilibrador en las relaciones de intercambio de trabajo por retribución.
3.En nuestra opinión, la anonimia reguladora con relación a este modelo de negocio presenta cierto parangón con lo acontecido en los propios albores del Derecho del Trabajo (como, quizás sea casualidad, ocurre en muchos otros aspectos de esta revolución digital en comparación con la revolución industrial del XVIII-XIX). Así, se nos pretende hacer creer que esa falta de tutela jurídica al trabajo que implican estas plataformas es la consecuencia de una normativa laboral desfasada e inútil, cuando antes, al contrario, esa parca regulación o su inaplicación, como ocurrió entonces, es requerida, consciente (ÁLVAREZ DE LA ROSA).
En consecuencia, sería exigible un esfuerzo mayor y más ambicioso de los poderes públicos, tanto en el plano interno como externo (europeo e internacional), al objeto de regular adecuadamente estas relaciones tan desequilibradas, para evitar que las ventajas propias de este tipo de plataformas supongan una vía de competencia desleal y dumping social que termine arrastrando al resto de empresas. La idea debe ser clara: el desarrollo de la economía digital, con las oportunidades que plantea en muy diversos planos, no puede basarse ni suponer una vuelta al pasado en términos de tutela sociolaboral, sino que, más al contrario, debe resultar compatible, coherente y leal en su actuación con las exigencias que en este ámbito se requieren del llamado modelo de negocio clásico.
Una última idea, la expansión de ese trabajo sans phrase precarizado, altamente homogeneizado, de escasa cualificación y/o poder individual de mercado, está generando una realidad (“taylorismo digital”) que busca una tutela colectiva (OIT, 2021). El reto, claro está, interpela también al sindicato y a su capacidad para adaptarse a esta nueva realidad económica (digital) y a la de las personas trabajadoras que exige.